Orgullo

Yo no voy de patriota por la vida, no lo soy, ni lo he sido nunca. Me considero cosmopolita y ciudadano del mundo. La humanidad es mi principal y única patria. O así pretendo y deseo que sea al menos. Pero ya que estamos en la semana del “orgullo” quiero aprovechar para manifestar lo satisfecho que me siento por pertenecer a un país que ha sido y es pionero en la defensa de los derechos civiles, la libertad y la igualdad de las personas, dentro de la diversidad, independientemente de su ideología, creencias u orientación sexual.
En lo que se refiere a este menester, España, especialmente desde 2004 para acá, esto es, desde que Zapatero llegó a la Moncloa, ha sentado cátedra, y a mucha honra. Porque somos el ejemplo hacia el que otros estados han mirado para avanzar por esa senda de respeto, modernidad, innovación y progreso.
Con la conocida como ley de matrimonio igualitario se dio un paso de gigante en 2005, a pesar de la oposición ruda y montaraz, por cierto, de la derecha. Y a esta siguieron luego otras normas legales, promovidas desde el Gobierno central o desde algunas de las comunidades autónomas, quizá no del mismo calado, pero sí también importantes para salvaguardar la dignidad de todos, sin distinción por razones de sexo, ni por ninguna otra condición o circunstancia, de acuerdo con nuestra constitución de 1978.
Sin embargo, todavía guardamos en la memoria más de un episodio indignante y lamentable protagonizado por el Partido Popular de entonces para sabotear aquella iniciativa. Como aquella idea de llevar hasta la tribuna del Senado a un impresentable experto, de cuyo nombre no quiero ni acordarme, para convencer a sus señorías de que la homosexualidad es una enfermedad que tiene cura.
Aunque pudiera parecerlo, esto no sucedió el siglo pasado, en una edad ya lejana y oscura, sino hace tan solo poco más de 15 años. De manera que bien está que lo recordemos para seguir siendo conscientes de que la amenaza de involución –Vox mediante– no está tan lejos, sino a la vuelta de la esquina.
Y he de manifestar igualmente que me siento satisfecho también de una Unión Europea que ha plantado cara, por fin, sin titubeos, a un gobierno como el de Viktor Orbán, en Hungría, que en esta materia se muestra inaceptablemente retrógrado. Bravo por la presidenta de la Comisión, Úrsula von der Leyen, que en este tema ha estado a la altura. Y bravo, asimismo, por todos aquellos mandatarios europeos que abrazan sin ambages la causa que la bandera con los colores del arcoíris simboliza.
La lección que se nos transmite desde Bruselas es que con los intolerantes, los homófobos, los antifeministas y negacionistas de la violencia de género ningún partido político democrático que se precie debería permitirse coqueteos. Así que más de uno, sobre todo, desde Los Pirineos para abajo debería tomar nota.
Punto y seguido.