El año que vivimos peligrosamente

El año que vivimos peligrosamente

El año que vivimos peligrosamente es una película que en las últimas semanas me ha venido recurrentemente a la memoria. Se trata de un film australiano de 1982 dirigido por Peter Weir y protagonizado por Mel Gibson y Sigourney Weaver. La historia que cuenta, y en la que aparece como telón de fondo el conflicto civil que sufrió Indonesia en 1965, nada tiene que ver, por supuesto, con lo que está sucediendo en España como consecuencia del covid-19, pero la verdad es que el título resulta más que sugestivo y viene que ni pintado para definir este 2020.

No es cuestión de comparar esta pandemia con una guerra, como al principio se tendió a hacer desde la oficialidad aquí en nuestro país, creo que erróneamente. Ni siquiera con otras situaciones similares que se han dado en el pasado, como la mal llamada gripe española, por ejemplo. Las comparaciones son odiosas. Pero está claro que el azote del coronavirus no deja de ser una tragedia terrible que se ha llevado y se está llevando miles de personas por delante, no sabemos todavía, ni lo sabremos nunca, exactamente cuántas.

¿Quién nos lo iba a decir allá por el día de Noche Vieja, cuando nos comíamos las uvas, o en febrero, cuando celebrábamos los carnavales alegremente? Ni Rappel, ni Aramis Fuster, ni ningún otro farsante del gremio, acertando de chamba, como se dice en mi pueblo, o séase, de casualidad, habrían dado en el blanco.

Mas, por si no tuviéramos bastante, y la cosa no fuera en sí misma grave, como ocurre siempre que una comunidad humana se enfrenta a una difícil encrucijada en la que se juega su futuro, en medio de esta pandemia, falsos predicadores, malos agoreros, oportunistas y golfos y sinvergüenzas sin escrúpulos aparte, encima nos las vemos y nos las deseamos con la imbecilidad y la idiotez que se expanden tanto o más que ese maldito bicho microscópico.

De ahí que nos encontremos con la variopinta fauna de los negacionistas, los irresponsables y los curanderos de pacotilla que, para colmo, se creen que curan. A la que se suman los políticos que se preocupan más de sacar tajada de lo que está ocurriendo que de arrimar el hombro para salvar España, al tiempo que presumen de patriotas y se consideran más españoles que nadie. Y también quienes se las dan de que saben más que la mayoría de los científicos. En particular, esos que siguen con la cantinela de reclamar test para todo quisqui a tutiplén, como si los PCR fueran la panacea universal.

Hay, sí, en efecto, quien todavía no se ha enterado de que, aunque hacer pruebas a la población es una herramienta de muy valiosa utilidad –nadie lo discute–, la mejor y más eficaz solución a este gran problema sanitario al que nos enfrentamos está, de momento, en comportarse debidamente y respetar las normas para evitar contagiar o que nos contagien, mientras no dispongamos de una cura efectiva para combatir la enfermedad o una vacuna que nos inmunice contra ella. Hasta que eso no suceda… ¡qué Dios nos coja confesados!

Punto y seguido.

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